Capítulo 1 de Enemigos o algo más

Adela se subió encima de una de sus maletas y comenzó a dar saltitos en un intento de aplastar la ropa que había en ella. Después, maniobró y, aún sobre ella, consiguió, gracias a un considerable esfuerzo, cerrar la cremallera. Todo inútil porque, nada más bajarse, la costura reventó y parte de su contenido se desparramó por el suelo.

Frustrada, miró el reloj y se preguntó dónde podía conseguir un par de maletas a las siete de la mañana. Hacer tiempo hasta que abrieran las tiendas quedaba descartado: solo le quedaba una semana en Italia y los amigos con los que se alojaría, Jazz y Marcella, la esperaban a la hora de comer.

Así pues, agarró una toalla grande, hizo un hatillo de mala manera y se prometió a sí misma que no compraría ni una cosa más. Promesa que duraría hasta que pasara por delante de una tienda en la que encontrara artículos originales que pudieran servir de inspiración para nuevas colecciones de algunas de sus empresas de moda, se topara con alguna tienda de antigüedades o cometiera el error de entrar en una librería con la intención de «solo echar un vistazo».

Tras pagar su cuenta en el hotel, hizo un tetris con sus pertenencias en el maletero y el asiento de atrás de Deporpijo y arrancó con un sonido nada agradable.

—Maldito trasto —le susurró al vehículo.

Sus padres se lo habían regalado contra su voluntad cuando acabó la carrera y lo odiaba, pero no podía rebatir sus argumentos para que lo usara: la imagen era muy importante a la hora de hacer negocios y no podía presentarse en las reuniones conduciendo cualquier cosa. Sin embargo, Adela estaba deseando que se estropeara de una vez para comprar otro que, aunque fuera de alta gama, resultara un poco más discreto. Precisamente por eso se había llevado al Deporpijo, y no al Practicómodo, el pequeño utilitario que utilizaba en su día a día, a ese viaje por Europa. Después de varios miles de kilómetros metiéndose por cualquier camino, Deporpijo, a pesar de su resistente carrocería y sus materiales de máxima calidad, parecía más una tartana que otra cosa, lo que le daría por fin la excusa para deshacerse de él. Mientras se incorporaba a la carretera, Adela sonrió al imaginar la cara de sus progenitores cuando vieran el vehículo; justo en ese momento sonó su móvil.

—Mierda, he pensado en ellos demasiadas veces —dijo para sí, al reconocer el tono de llamada que identificaba a su madre. Barajó la posibilidad de fingir que seguía durmiendo, pero ella sabía de sobra que solía despertarse pronto y no iba a colar, así que aceptó la llamada por el manos libres—: ¿Sí?

Nada más pronunciar esa palabra, su madre, sin darle apenas opción a contestar, la asedió con una mareada de preguntas que iban desde el «¿Qué tal estás?» hasta el «¿Has hecho deporte esta mañana?», pasando por las clásicas «¿Qué tal tiempo hace?» y «¿Has desayunado bien?». Luego, sin detenerse siquiera a coger aliento, se puso a detallarle todos los pequeños cambios que había habido desde que hablaron el día anterior a mediodía.

Adela, que quería mucho a su madre pero había aprendido hacía años que era imposible seguirla cuando se ponía a cacarear y a saltar de un tema a otro, se limitó a responder con sonidos que ni siquiera podían calificarse como palabras. Eso no amedrentó a su progenitora, ya que siguió a lo suyo durante lo que le pareció una eternidad, hasta que por fin desaceleró y preguntó:

—¿Cuándo vuelves?

—La semana que viene. Ya te lo dije cuando me marché y te lo he repetido a diario desde entonces —respondió la joven con toda la paciencia del mundo. Otra de las características de Magda Bianchi era que olvidaba a conveniencia todo lo que le interesaba para repetir la misma conversación de nuevo cada vez que encontraba ocasión, como si a fuerza de decir una y otra vez lo mismo fuera a conseguir un cambio de comportamiento. Así pues, Adela sabía qué era lo que venía a continuación:

—Y vas a la Toscana.

—Sí, mamá —suspiró ella. No se equivocaba.

—Los Castelli tienen una casa en la Toscana.

—Una casa a la que no tengo intención de acercarme, digas lo que digas y hagas lo que hagas. Estoy de vacaciones —repitió, por enésima vez, Adela.

—Qué tonterías, Adela —gruñó Magda, como si no pudiera creerse que su hija fuera tan obtusa—. No te cuesta nada pasarte por allí.

—Sí que me cuesta.

—Dame una sola razón por la que no puedes ir a hacerles una visita de cortesía —ordenó ella con aire enfadado, tras lo cual puso ese tono catastrofista que tan bien se le daba fingir—. Si se enteran de que has estado por la zona y no has pasado a hacer una visita podrían ofenderse.

—Te daré varias razones —dijo Adela, después de contar hasta diez—. Primero, estoy de vacaciones, como ya te he dicho, y mis vacaciones, además de no trabajar, implican evitar las visitas sociales a las que me arrastráis siempre que podéis cuando estoy en casa.

»Segundo, porque la Toscana es muy grande y la mansión de los Castelli está tan alejada de donde yo voy que ir hasta allí supondría dar un inmenso rodeo que me haría perder alrededor de una mañana y gran parte de la tarde.

»Tercero, los Castelli no suelen venir a Italia en esta época del año. Y cuarto, pero no por ello menos importante, aun en el caso de que esté Charles, al que sin duda habréis intentado engañar para que se pase por allí con alguno de vuestros absurdos planes de hacer que nos enamoremos a base de obligarnos a coincidir en todas partes, hay algo que no has tenido en cuenta, a pesar de que te lo he repetido millones de veces: no quiero tenerle cerca.

—No entiendo por qué dices eso de él. Es un joven encantador, algo introvertido, cierto, pero resulta perfecto para ti —comentó su madre con tono incrédulo.

Adela bufó: alabar a Charles Castelli era algo así como una afición para sus padres y no veía cómo hacerles comprender que no le soportaba… sentimiento que era mutuo, como él se encargaba de demostrar, de muy malas maneras, cada vez que se veían y encontraba la oportunidad de insultarla.

—No le aguanto. Es un snob egocéntrico y creído que solo sabe abrir la boca para decirme cosas desagradables y sigo sin comprender por qué insistís en intentar que coincidamos en todo cuando ha quedado clarísimo que somos como el agua y el aceite —se aceleró Adela. Mantener el control de su ira cuando hablaba de ese individuo con sus padres, y más cuando no había oídos indiscretos cerca, le costaba bastante—. Así que no, no esperes que pierda un día entero de mis merecidas vacaciones para ir a visitar a ese arrogante…

—De pequeña te gustaba —la cortó su madre. Era la misma frase que utilizaba cada vez que su hija empezaba a arremeter contra el que, para ella, sin duda estaba predestinado a ser su yerno. Que ni Adela ni Charles se cayeran bien era solo un detalle sin importancia.

—De pequeña me gustaba el color rosa chicle, los unicornios y los cuentos de hadas. Ahora me gusta el negro, la ropa underground, las historias de terror y mantenerme lejos de Charles Castelli —respondió ella mecánicamente.

—De todas formas, creo que deberías ir —afirmó su madre.

—Pues es una suerte que no seas tú la que conduce a Deporpijo. Nos vemos la semana que viene —canturreó, tras lo cual cortó la llamada y desconectó su móvil, de muy mal humor. Había sido una mala mañana, pero que su madre la rematara recordándole el episodio más vergonzoso de su existencia le parecía el colmo.

Por aquel entonces, ella tenía doce años y llevaba toda la vida escuchando maravillas sobre Charles que, si todo salía como ambas familias deseaban —y no había motivos para sospechar lo contrario—, sería su futuro marido. Dado que sus padres habían estado viviendo en Asia desde hacía seis años para iniciar la expansión a ese continente de sus negocios, apenas recordaba nada del único hijo de los Castelli, que al parecer había sido su compañero de juegos en la guardería. No obstante, había fantaseado tanto con su futuro novio que casi creía conocerle tan bien como a cualquiera de sus amigos japoneses.

Nada más aterrizar en Europa, fueron a visitar a los Castelli a su mansión y los pocos nervios que hubiera podido tener se esfumaron de inmediato: era el chico más guapo que había visto en su vida, así que todo lo demás también tenía que ser igual que en sus fantasías. Sin embargo, el chico de sus sueños no la hacía ni caso y Adela, consentida por sus padres y acostumbrada a que todo saliera como deseaba, fue incapaz de aceptarlo. Por lo tanto, se pasó los tres días siguientes pegada a él como una lapa, a pesar de que Charles hacía lo posible por quitársela de encima con educación.

No obstante, Adela, que ya se veía como la futura señora de la casa, siguió en sus trece y, cuando se lo encontró sentado en la cocina junto a la hija de una de las criadas, con la que charlaba de forma amistosa e inocente, toda su frustración estalló y, tras espantar a la chica con un empujón y un comentario vergonzosamente elitista, le dijo al objeto de sus deseos:

—Cuando estemos casados, no esperes que tolere ese comportamiento.

—¿Casados? —preguntó Charles, que hasta ese momento se había quedado paralizado por la impresión. Se levantó de la silla y se dirigió a la puerta con la mesa siempre entre ambos, como si estuviera chiflada y, antes de marcharse corriendo de la habitación, le increpó—: No eres más que una despreciable niña narizota y mimada. Papá y mamá pueden decir lo que quieran; preferiría cortarme las venas antes que casarme contigo.

La joven Adela, humillada, corrió a su habitación y pasó los dos días siguientes encerrada, sin atreverse siquiera a contarle a sus padres qué había pasado, por lo que ellos lo tomaron por una riña tonta y continuaron con sus insistentes comentarios sobre el maravilloso futuro que les esperaba a ambos.

Al final, consiguieron convencerla de que saliera de la habitación, pero el resto de su estancia con los Castelli evitó por todos los medios a Charles que, desde su enfrentamiento, aprovechaba cada momento en el que coincidían para demostrar su desprecio hacia ella con comentarios hirientes, en especial cuando los adultos no estaban delante.

Adela suspiró al volver a recordar esa espantosa estancia en casa de su enemigo. Visto en perspectiva, había sido un momento clave en su existencia y había puesto su vida patas arriba. En cuestión de unos días, se había dado cuenta de que sus padres no eran todopoderosos, de que los príncipes azules podían ser odiosos, de que ella era de todo menos una princesa y de que tenía que replantearse muchos aspectos de su personalidad si no quería convertirse en una arpía.

Para cuando los negocios en Asia de ambas familias estuvieron asentados y los Bianchi se instalaron de forma definitiva en Europa, ella era una joven completamente distinta a la niña tonta que había sido antes de conocer a Charles Castelli. Por desgracia, las dos familias seguían empeñadas en emparejarles, por lo que se veían obligados a interactuar en clase, en todos los eventos y hasta, si se descuidaban, en sus vacaciones.

Lo peor era que, aunque intentó congraciarse con Charles, cada vez que coincidían, su némesis se esforzaba por hacerle la vida imposible y recordarle lo mucho que la odiaba, hasta el punto en que su sola mención bastaba para ponerla enferma. Por supuesto, si había público era todo un caballero, pero siempre se las arreglaba para hacer al menos un comentario con el objetivo de herirla, y ella tenía que hacer un gran esfuerzo de autocontrol (recordándose que era una dama y que un enfrentamiento público entre los herederos de ambas familias sería fatal) para mantener su rostro inexpresivo, contener las ganas de darle un puñetazo y responder a sus pullas con gélidos comentarios vacíos y corteses.

Por suerte, la independencia que dio a ambos la mayoría de edad había conseguido reducir sus encuentros a los mínimos imprescindibles, lo que no evitaba que su madre, y su padre en menor medida, se esforzaran para hacer que se vieran todo lo posible.

—Lo que me faltaba, tener que aguantarle también en mis únicos momentos de relax —bufó para sí, tras lo cual puso la radio a tope y se esforzó por pensar en cosas más agradables.

Lo logró, pero al parecer no había cubierto su cupo de desgracias esa mañana. En un intento por atajar, acabó metida en una carretera rural que carecía de carteles indicativos. Sin ninguna referencia más allá del precioso y monótono paisaje toscano, asumió que se había perdido y encendió el gps, cosa que evitaba a toda costa porque eliminaba parte de la magia de los viajes por carretera. Sin embargo, el cacharro tardaba en ubicarse y la hizo desviarse a otra carretera que a los pocos kilómetros se volvía bastante accidentada y por la que no veía la forma de cambiar de sentido.

Al poco rato, la calzada, que estaba tan estropeada que ya ni se merecía dicho calificativo, se bifurcó en dos caminos, uno de los cuales estaba invadido por un enorme charco del que difícilmente podría salir si se metía. Aunque en el otro había un cartel que indicaba que era un camino privado, Adela seguía sin poder dar la vuelta, así que decidió tomarlo, con la esperanza de encontrar un sitio más amplio donde cambiar el sentido.

Por fin, varios minutos después, dio con una zona en la que maniobrar y se dispuso a hacerlo pero, en ese momento, Deporpijo decidió vengarse de todos los agravios del viaje: hizo un ruido de lo más desagradable y se quedó parado, humeante, justo cuando se quedó perpendicular al camino.

—Noooo —le habló al vehículo con tono lastimoso—. Vamos, Deporpijo, no me hagas esto, aguanta una semana más. Luego podrás descansar en paz, te lo prometo.

Por supuesto, el coche no hizo caso de esa súplica y siguió humeando en silencio. Adela buscó los papeles del seguro y el cuadernito donde había apuntado los números de emergencia en la guantera, solo para descubrir que estaba vacía. Intentó hacer memoria y se dio cuenta de que debían de estar en algún lugar del asiento de atrás, casi con toda seguridad debajo de todos los trastos.

«Maldito karma», pensó, y salió del coche con un tremendo portazo —poco importaba ya— para revolver entre su equipaje hasta encontrarlo. Estaba con medio cuerpo dentro del vehículo cuando un bocinazo la hizo girar la cabeza y ver un todoterreno dirigiéndose hacia ella a una velocidad insuficientemente decreciente. Adela saltó hacia dentro y buceó entre sus cosas para alejarse lo máximo posible del peligro que, casi de milagro, se detuvo a solo unos centímetros de la puerta abierta.

Después de unos largos segundos de silencio estupefacto, una señora entrada en carnes, de unos cincuenta años, se bajó de todoterreno con cara de preocupación, sin parar de hacer aspavientos y de hablar tan deprisa en italiano que a Adela le costaba entender lo que decía. A pesar de que su familia tenía raíces en ese país, no era su idioma materno y la joven había aprendido lo básico más por pasatiempo que por necesidad, de modo que, aunque lo chapurreaba, era incapaz de comprender el marcado acento de la mujer, tanto menos a esa velocidad.

Mi scusi —dijo cuando la señora paró a coger aire, e intentó explicarle su situación mediante una mezcla de señas e italoespanglish.

—¿Eres española? —la cortó entonces la mujer en perfecto castellano. Sorprendida, Adela asintió—. ¡Ay, bambina, qué susto me has dado! ¿Cómo acabaste ahí, en medio de un camino privado, si puede saberse? —La joven le contó brevemente de dónde venía, a dónde intentaba llegar y cómo había acabado en esa situación. La mujer asintió, comprensiva—. Ibas bien por esa carretera, sí, pero estos odiosos políticos llevan años prometiendo arreglarla y nunca lo cumplen. Cada vez que llueve, pasamos una semana sin poder usarla y hay que dar un rodeo. ¡Santa pazienza! Pero bueno, lo importante es que no ha pasado nada grave. Eso sí, será mejor que quitemos el coche de ahí en medio. Por cierto, yo soy María.

—Es un placer —dijo Adela, tras presentarse—, pero creo que esto solo lo podremos mover con una grúa. Justo ahora estaba buscando los papeles del seguro para llamar…

—Tonterías, bambina. ¡A saber cuánto tarda la grúa! Hay que moverlo ya. Posiblemente venga el repartidor dentro de un rato y siempre conduce mientras chatea con el teléfono. Ese seguro que no frena a tiempo y no quiero una desgracia. Así que ven. Mi casa está ahí mismo y mi marido Luca sabrá cómo hacerlo para darle la vuelta.

Antes de poder protestar, Adela estaba llamando a Jazz y Marcella por teléfono para tranquilizarles, sentada en el todoterreno, que rodeó con pasmosa facilidad a Deporpijo en dirección a la casa de María.

Entre tanto, un recuerdo desagradable invadía los sueños de Charles Castelli:

Era su primer año de facultad y, cómo no, para hacer el único trabajo en pareja del curso, le había tocado como compañera Bianchi. No le extrañaba, pues seguramente sus padres, o la propia interesada, habían hecho presión con los profesores para que les tocara colaborar en el máximo de trabajos posibles, pero él no estaba dispuesto a aguantarla más de lo imprescindible.

Escúchame bien, Bianchi —le dijo en cuanto ella se acercó después de la clase—. He soportado demasiado tiempo esta situación y estoy harto. Tú y yo no nos hablamos. No trabajamos juntos. No te quiero cerca, por más que digan nuestros padres y por más que te empeñes. Cuando coincidamos, nos saludaremos con cortesía y cada uno por su camino. Punto. Yo me encargaré de hacer los trabajos y me limitaré a pasarte el texto definitivo para que no se note que no has participado si te preguntan.

Eso no me parece correcto —respondió ella, tan gélida como de costumbre—. Nos alternaremos para hacerlos y nos los pasaremos para revisarlos antes de entregarlos, si te parece.

Mientras no tengamos que hacerlo juntos, me parece perfecto —acabó él, despectivo.

Una vez dejada clara su postura, se dirigió hacia las escaleras pero, poco antes de llegar a ellas, se paró en seco. ¿Acababa de llamarle «imbécil»? No, sin duda Dama de Hielo no haría una cosa así, y menos teniendo en cuenta que llevaba obsesionada con casarse con él desde los doce años. Así pues, se giró para ver si había podido decirlo otra persona y se encontró con que la única ocupante del pasillo era Bianchi que, antes de poner su habitual expresión fría, le dirigía una desconcertante mirada de… ¿desprecio?

Charles despertó con esa visión aún clavada en su memoria y sacudió la cabeza para despejarse. No era de extrañar que hubiera soñado con ella: había viajado a la Toscana para supervisar las propiedades de la familia en la zona y sustituir a su padre como representante en una pequeña venta. Luego había decidido, a sugerencia de ellos, tomarse unos bien merecidos días de asueto antes de volver a sus negocios.

En ese momento no sospechó que hubiera ninguna trampa pero, solo veinticuatro horas después de tomar esa decisión, se había enterado de que Dama de Hielo iba a estar por la zona, lo que significaba que pasaría por la mansión familiar para hacer una visita de cortesía, que casi con total seguridad se convertiría en una estancia de al menos un par de días para «evitar la incomodidad del hotel». Lo que quería decir, a su vez, que Charles tenía que salir de esa casa cuanto antes: si no estaba cuando Adela llegara, se ahorraría el mal trago de tener que hacer de anfitrión para esa mujer horrible.

Así pues, había decidido visitar antes de lo previsto a su antigua niñera y a su esposo, María y Luca, que como siempre le habían invitado a quedarse en una pequeña pero acogedora habitación que tenían siempre preparada para las visitas. Por supuesto, había aceptado encantado y se había trasladado la noche anterior, para disgusto de sus padres, que le llamaron antes de acostarse para insistirle en lo importante que era no ofender a los Bianchi y en lo necesario que era que estuviera en casa cuando la heredera se pasara a hacer la visita de rigor. Por supuesto, se había negado en redondo, pero sin duda la discusión había quedado grabada en su subconsciente y le había provocado ese mal sueño.

—Maldita Bianchi. Lo que me faltaba: que me persiga también en mis pesadillas —susurró mientras miraba el reloj. Eran las diez, demasiado pronto para sus costumbres, pero ya se había desvelado, así que se lavó la cara, se peinó con esmero su rubia cabellera, se puso una ropa informal pero perfectamente escogida para que resaltara sus ojos verdes y bajó a desayunar con la idea de hacerlo rápido y echar una mano a María, que la noche anterior había informado de su intención de ir al mercadillo.

—Buenos días —dijo Luca en cuanto le vio. Era un hombre pequeño, pero tan lleno de energía que no podía estarse quieto ni callado—. Qué raro verte tan pronto despierto. Si buscas a mi bella María, llegas tarde; se acaba de marchar al mercadillo. Suerte que estás aquí y que me he podido librar de acompañarla con la excusa de ejercer de anfitrión. ¡Me vuelve loco cuando corre de puesto en puesto! A propósito, ¿quieres desayunar? ¿Qué te apetece? ¿Huevos, tostadas, café, zumo? O mejor, algo dulce, que ya sé que te encanta. María me los tiene prohibidos y ha escondido las provisiones que compró para ti cuando supo que ibas a venir, pero no te preocupes, que ya tengo localizado el alijo —acabó, con un guiño.

Charles, a pesar de que tenía mal despertar y de que ese día no estaba de humor para nada, sonrió:

—Eso sería estupendo. Hoy lo necesito más que nunca. Salí tan rápido de casa de mis padres para evitar el encontronazo con esa acosadora que se me olvidó hasta hacer acopio de bollos.

—Anda, anda, bambino. Pues no eres exagerado ni nada. ¿No te habían dicho tus padres que la ragazza no iba a llegar hasta hoy o mañana?

—Por eso, Luca, por eso. Me arriesgaba a que se adelantara a mi retirada y apareciera antes de tiempo. Con ella nunca se sabe, parece que se conoce todas las mañas para imponerme su presencia una y otra…

—¡¡¡Luca!!! —se oyó el grito de María en el exterior—. ¡Luca! Baja, Luca, necesitamos tu ayuda con un coche.

Charles y Luca cruzaron una mirada, extrañados, y salieron al exterior. No obstante, el joven Castelli se paró en seco en cuanto su visión se adaptó a la luz de fuera, porque frente a él se encontraban María… y Adela. Charles pestañeó, convencido de que era una alucinación, pero no: esa enorme nariz era inconfundible. Se trataba de Bianchi y parecía de lo más inocente, observando la casa como si no le hubiera visto. Sin embargo, a Charles no le engañaba, más bien al contrario: le parecía el colmo que hubiera llegado hasta allí, que violara su intimidad hasta ese punto. Así pues, el mal humor que Luca había conseguido reducir resurgió con tanta fuerza que el joven estalló.

Adela, por su parte, estaba tan ensimismada con la observación de la casa, típicamente toscana y de aspecto sólido pero acogedor gracias a las macetas que colgaban en las ventanas y el cuidado jardincito, que no vio a Charles hasta que se dirigió a ella gritando todo tipo de cosas horribles como un energúmeno.

«Esto no puede estar pasando. Es una pesadilla», pensó la joven, que se había quedado en blanco por la impresión.

Entonces, María, la amable y encantadora señora que la había acompañado para que su marido la ayudara a mover a Deporpijo, se puso a regañar a su némesis como si fuera un niño de teta.

«Eso es. La señora María no frenó a tiempo y esto son alucinaciones al borde de la muerte. O peor, el infierno. O ella no existe, me he quedado dormida mientras llamaba a la grúa y el humo me está haciendo alucinar. O ni siquiera he salido todavía del hotel y sigo dormida. En cualquier caso, esto no es real y puedo largarme», se dijo Adela.

Nada más tener ese pensamiento, la joven giró sobre sus talones y comenzó a caminar a marcha ligera de vuelta a su coche.

—¡Ya te estás disculpando, bambino! —oyó decir a sus espaldas a la señora.

—Pero Nana —protestó Castelli—, ella es…

—¡Me da lo mismo quién sea! ¡Yo no te he educado para que fueras tan maleducado! ¡Ya estás disculpándote!

Charles siguió con sus protestas hasta que Adela estuvo tan lejos que ya no pudo escucharle, lo que hizo que ella se relajara un poco. «Vale, puede que no sea una alucinación, solo una horrible jugarreta del karma, por pensar, esta mañana, que la cosa no podía empeorar. ¿Qué relación tendrá ese imbécil con esa mujer tan amable? Bah, qué más da. Ya ha pasado. Ahora solo tengo que volver a Deporpijo, sentarme y esperar a que venga la grúa. Desde luego, la ayuda por esta parte queda descartada. A saber qué barbaridades les dice de mí».

No obstante, su esperanza de dar por finalizado el incidente no se cumplió: no tardó en volver a oír los gritos de Charles, esta vez llamándola.

—¡Bianchi! —La joven le ignoró y aceleró el paso aún más, pero él echó a correr para alcanzarla—: Maldita arpía, me arruinas las vacaciones y encima me haces perseguirte.

Ella se paró en seco y se giró con el rostro contraído en una mueca de furia.

—¿Que yo te arruino las vacaciones? —preguntó, incrédula.

En ese momento se dio cuenta de un detalle importante. Estaban en medio de la nada y, salvo María, a la que habían dejado muy atrás, no había nadie que pudiera censurarla por dar rienda suelta a su carácter y dejar de comportarse como una dama. Así que hizo lo que llevaba deseando desde hacía muchos años: se agachó, agarró unos cuantos guijarros del camino y comenzó a tirárselos.

Charles detuvo su carrera en seco a la primera pedrada, desconcertado, lo que dio a Adela la oportunidad de afinar su puntería un poco. Por suerte para él, no tenía mucha, lo que no impidió que un par de guijarros le golpearan con fuerza.

—Se supone —dijo Adela, mientras lanzaba una piedra—, que tienes que estar en tu estúpida mansión —siguió con un nuevo lanzamiento—, y no en la otra punta de la Toscana —continuó con una doble pedrada—. ¡Y menos en la casa de la señora que me iba a ayudar a mover mi coche! —finalizó, lanzando su último proyectil y agachándose para recoger más.

Charles, mudo de asombro, esquivó los guijarros como pudo hasta que un lanzamiento exitoso le alcanzó en la cadera. Empezó a avanzar hacia ella para detenerla antes de que le acertara en una zona más sensible y agarró sus manos con fuerza.

—Estate quieta, bruja —le ordenó, frustrado.

La respuesta de Adela fue pegarle una dolorosa patada en la espinilla y retorcerle los brazos con una llave que le dejó en el suelo, dolorido.

—Cállate —le gritó ella. Una parte de sí misma se sorprendía de semejante despliegue de agresividad, pero toda la contención de los últimos años se estaba desbordando y apenas era capaz de reprimir el impulso de seguir pegándole, de modo que continuó con sus amenazas de forma verbal, tensa como un resorte—: Ni una palabra más o te pego una paliza. Y créeme, he tenido los mejores sensei que se podían encontrar en cada país en el que he estado, así que puedo hacerlo. He aguantado tus malas maneras durante demasiados años y esto ya es el colmo. No. Te. Me. Acerques. Y no abras tu maldita boca nunca más en mi presencia.

Dicho esto, retomó su camino con paso firme, en nada parecido a los andares sensuales y suaves que solía utilizar. Charles se incorporó, dolorido e incapaz de comprender ese cambio en Dama de Hielo. Aunque, desde luego, viéndola en ese momento, el calificativo quedaba descartado. De no ser porque, por lo que había dicho, no había lugar a duda de que era Bianchi, aun cuando la forma de decirlo no era para nada propia de ella, hubiera pensado que era su doble. ¿De veras eso que llevaba puesto eran unas deportivas, unos vaqueros rasgados y una camiseta ancha de una serie de ciencia ficción clásica? «¿Qué demonios…?»

—¿Qué haces ahí sentado, bambino? —le gritó María, sin aliento, en cuanto le dio alcance—. ¡Te habrás disculpado! No te crié para que fueras tan grosero, y menos con las damas.

—No es una dama —respondió Charles con un hilillo de voz. Se levantó y se frotó la espinilla dolorida—. Ahora mismo no sé qué es pero, desde luego, no una dama. «Bestia chalada» es lo que más se le acerca —acabó, tras lo cual recibió un sonoro capón—. ¿Pero qué haces?

—¡Educarte! La vuelves a insultar. Y apuesto a que no te disculpaste.

—Maldita sea. No soy un crío, ¡no necesito que me eduques a base de capones!

—Ya lo creo que lo necesitas. Y yo que pensaba que eras un hombre, tan responsable y tan refinado. ¡Sigues siendo un crío orgulloso incapaz de disculparse!

—Me estaba tirando piedras, Nana —protestó con un quejido.

—Y bien que te las merecías, malhablado. Como la trates la mitad de mal que ahora siempre…

—No siempre —respondió él, vacilante—. Solo cuando se pasa de la ralla con su acoso. Por si no te has dado cuenta, ella es la mujer de la que estoy huyendo.

—¡Acoso! ¿Tú eres stupido? ¿Crees que una ragazza mandaría al suelo a alguien por quien está obsesionada? ¿No se te ocurre que ella está en tu misma situación? Pero apuesto a que la ragazza no es una maleducada como tú, y menos delante de otra gente.

—Tonterías. Yo nunca la he ofendido delante de nadie.

—¡Así que yo soy nadie! —se enfadó aún más María.

—Sabes que no quiero decir eso, Nana. Contigo es distinto, puedo ser yo mismo. Además, ella siempre está allá donde voy.

Santa Madonna. ¡Bendita la paciencia que me dio contigo! ¿Acaso no os movéis en los mismos círculos y vuestros padres son amigos? ¡Cómo no vais a coincidir!

—Pero ella me dejó claro lo que esperaba de nuestra relación hace mucho tiempo.

—¿Cuánto? ¿Década y media? Sei proprio un mulo, bambino —dijo María, exasperada. Luego suspiró y movió los labios en una cuenta silenciosa hasta diez, tras lo que continuó, más calmada—: Si mi Luca me hubiera hablado así cuando éramos novios, con todo lo que yo le quería, te aseguro que mi amor se habría esfumado en un suspiro. Y si hubiera tenido que aguantarle da un pezzo metiéndose conmigo y encima hubiera tenido que contener mi lengua… ¡Apedrearle hubiera sido poco! Vamos, quiero ver cómo te disculpas. ¿O te tengo que llevar de la oreja?

Charles, a regañadientes, comenzó a andar en la dirección en la que había desaparecido Bianchi, con la certeza de que, de no hacerlo, su vieja niñera cumpliría su promesa.

Entre tanto, Adela llegó al Deporpijo, sudorosa, y se encerró en él para soltar un grito con el que descargarse. No obstante, la liberación de su ira y su frustración solo consiguió que emergiera su sentido de la responsabilidad y, en lo que tardó en bajar las ventanillas un poco para que corriera el aire, ya que el vehículo parecía un horno, se sintió al borde de un ataque de pánico.

«¿Realmente he apedreado y pegado a Charles Castelli?», pensó, y comenzó a darle vueltas a las consecuencias que podía tener en los negocios familiares esa acción, al margen de lo merecido que se lo tuviera Charles.

Los Bianchi y los Castelli tenían muchos proyectos en común, incluso varias empresas creadas con capital conjunto; una ruptura de las relaciones entre las dos familias, o simplemente que la mala relación entre los herederos se hiciera pública, podía ser fatal para todos esos negocios. Solo por el bien de esos proyectos comunes, aparte de por su lucha constante para mantener a raya su carácter, había mantenido su máscara todos esos años y había contenido los deseos de responder a las provocaciones de Charles. Siempre había sabido que, de dejarse llevar y decirle lo que pensaba, aunque fuera una vez, perdería el control por completo y ocurriría algo como un ataque de ira con agresión y pedradas incluidas.

«Por otro lado», se tranquilizó, «no creo que a él le interese que se sepa lo que ha pasado. De hecho, haber explotado en medio de la nada, lejos de las miradas curiosas de nuestros círculos sociales, puede tener sus ventajas. Ahora que me he desahogado por fin, cuando él encuentre la oportunidad de insultarme por lo bajo en un sitio más peligroso, ya podré responder sin miedo de perder la compostura ni de entrar en una espiral de ira que pueda llamar la atención de oídos indiscretos o hacer sentir mal a mis padres».

—Bianchi.

La voz de Charles la sacó de sus pensamientos. De reojo, Adela le vio acercarse al coche y subió la ventanilla. No quería que su buena educación la impulsara a disculparse por algo de lo que, en el fondo, no se arrepentía, de modo que tomó la firme decisión de ignorarle hasta que le perdiera de vista. Ya volvería a ser el ideal de joven educada y contenida que siempre intentaba alcanzar cuando volvieran a verse en otros ambientes. Hasta entonces, dejaría que sus verdaderos sentimientos hacia él tomaran las riendas de sus reacciones. Después de todo, no tenía sentido que volviera a ponerse la máscara justo después de una escena como esa, la cual ya no tenía arreglo.

—Baja la maldita ventanilla, Bianchi —insistió él, con tono duro, a lo que solo recibió por respuesta un corte de manga contundente.

—Pero bambina, ¿qué haces con las ventanillas subidas? ¡Si ese coche debe de ser un horno! —exclamó entonces María, que hizo su aparición justo detrás de Charles e ignoró el feo gesto que la joven todavía mantenía.

Adela, que no quería ofender a la amable mujer, bajó la mano, sonrió y, sin mirar siquiera en dirección a su némesis, le dijo:

—Lo siento, María, pero prefiero asarme dentro del coche antes que tener que soportar ciertas compañías.

—Anda, anda. Si él está aquí para disculparse. —Lanzó una dura mirada a su antiguo pupilo—. Una vez que lo haya hecho, volverá a la casa y no te molestará más.

Charles estuvo a punto de responder a María que no tenía ya edad para que le mandara dentro de casa como castigo, pero se lo pensó mejor y se limitó a decir:

—Mis disculpas, Bianchi.

Ella se limitó a asentir con gesto altanero y aceptó por fin salir del coche y acompañarles de vuelta a la casa. En el trayecto, María conversó sin parar con Adela, que para sorpresa de Charles se mostró cálida y encantadora con la mujer, actitud que trasladó a Luca cuando este se presentó. Sin embargo, en todo momento actuó como si Charles no existiera, ni siquiera después de que volvieran al coche y Luca dijera que necesitaba la ayuda de todos para girar el vehículo, lo que les obligó a ponerse el uno junto a la otra cuando les tocó coordinarse.

Giraron el coche, que tenía un aspecto tan destartalado que parecía mentira que fuera de alta gama, justo a tiempo, ya que el repartidor hizo su aparición y, tal y como había anticipado María, ni siquiera se percató del obstáculo hasta que casi lo tuvo encima. Por fortuna, pudo esquivar el vehículo sin chocar con él ni arrollar a ninguno de los cuatro que, tras pegar un bocinazo para avisarle del peligro, se habían puesto a salvo.

—Menos mal que insististe en que apartáramos al Deporpijo —le dijo Adela a María, sin percatarse de la mirada curiosa de Charles al oír el apelativo del coche.

La mujer, por su parte, se dirigió hacia el mensajero sin parar de regañarle por no tener más ciudado y ambos se pusieron a discutir, lo que hizo que Luca decidiera acercarse para poner paz. Adela y Charles se quedaron juntos al lado del coche, pero ni ella estaba por la labor de dejar de ignorarle ni él sabía muy bien cómo comportarse en ese momento: estaba demasiado descolocado como para saber qué pensar, tanto menos para decidir cómo abordar la situación.

Finalmente, Luca logró tranquilizar a su mujer y al mensajero, que entregó los paquetes de muy mal humor y se marchó con tan gran acelerón que la polvareda les puso perdidos a todos.

—Ese bambino maleducado, ¡no vuelvo a pedir que nos traigan la compra a domicilio en esos ultramarinos! —gruñó María—. Vamos, vamos para la casa. ¡Mira cómo nos hemos ensuciado!

—Oh, no, de veras, María, prefiero quedarme aquí a esperar a la grúa, ahora que ya no es un peligro…

—¡Tonterías! ¿Cómo vas a quedarte aquí, llena de polvo y con este calor, si puedes venir con nosotros, refrescarte y esperar con comodidad dentro?

Por más que Adela protestó, no consiguió que María diera su brazo a torcer y acabó por ceder y acompañarles de vuelta a la casa. Una vez dentro, entró un momento al baño para quitarse el polvo y el sudor, tras lo cual se sentó en la mesa de la cocina, donde Charles se pegaba un atracón de bollos. María, al ver a Adela, le pegó un codazo a su pupilo y dijo:

—Ofrécele un poco, ¡no seas maleducado!

—Oh, no, María, no es necesario. Yo desayuné hace horas —le aseguró la joven. A pesar de su desahogo, de que no habían vuelto a dirigirse la palabra y de la seguridad que le daba estar en un entorno donde podía contestarle de forma contundente a la más mínima falta de respeto, el nudo de tensión que siempre le generaba la presencia de Charles seguía presente, a lo que había que añadir que no podía sentirse más incómoda por la situación en la que se encontraba. Sin embargo, una vez más, María no aceptó un «no» por respuesta.

—Razón de más para que tomes algo, o cuando llegue la hora de comer no tendrás fuerzas —dijo la mujer, y puso frente a ella un par de los bollos de Charles y algunos tentempiés salados.

Adela picoteó un poco, sin ganas pero ocultándolo, ya que sabía que María se sentiría ofendida si no aceptaba su hospitalidad. Luca también se sentó a la mesa e intentó probar los dulces, aunque fue detenido por su esposa y se tuvo que conformar con un poco de queso. Entre tanto, María era toda actividad y hablaba sin parar con su invitada, en un intento de hacerla sentir como en casa.

Charles, por su parte, procuró no intervenir en la conversación, ya que Adela esbozaba una mueca cada vez que lo hacía, como si recordar que él también estaba allí la molestara. Así pues, la observó charlar con María y Luca, entre confuso e intrigado. No llevaba maquillaje ni nada que disimulara sus defectos, al contrario, su práctico pero mal escogido peinado hacía parecer su nariz aún más grande de lo habitual. Sin embargo, esa ausencia de artificio, unida a unos gestos de lo más expresivos que nunca le había visto hasta entonces —sin duda por haberlos mantenido ella bajo una máscara de elegante indiferencia— le sentaban bien.

Intentó encontrar algún resquicio de que todo fuera una estudiada y magistral actuación para conquistarle, pero era imposible y pronto quedó claro que Adela Bianchi —la verdadera Adela Bianchi— era la mujer que tenía delante y no la Dama de Hielo a la que creía tener calada. Así pues, se mantuvo todo lo atento que pudo, cada vez más ansioso conforme acumulaba detalles que le hacían ver el alcance de su equivocación. No obstante, su observación se vio interrumpida cuando por fin llegó la grúa y la joven se despidió efusivamente de la pareja y con un cabeceo en su dirección.

—Bueno, bambino —le dijo María a Charles cuando Adela se hubo marchado—. Está claro que la ragazza ha aceptado tus disculpas pero está lejos de perdonarte. ¿Qué piensas hacer ahora para compensar tu horrible actitud?

—La verdad, nana. No tengo ni idea —admitió él. Pero una cosa estaba clara: algo había que hacer.

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